Catar es una inmensa derrota moral – 4pelagatos

Los anuncios de Dua Lipa, Shakira o Rod Steward de que no se presentaban en el show inaugural de la Copa del Mundo en rechazo a las violaciones a los DDHH en Catar, así como las denuncias de oenegés sobre la muerte de miles de trabajadores inmigrantes durante los trabajos de preparación, hicieron pensar que el más importante espectáculo deportivo del mundo serviría para que se visibilicen esos atropellos. La noticia sobre una mexicana que fue condenada a siete años de prisión porque denunció que un hombre la violó (el hombre era casado y cuando el violador está casada en Catar, la culpa siempre es de la víctima) no se hubiera conocido tanto si no fuera por el Mundial, se decía.
Catar parecía iba a ser la ocasión perfecta para exponer las miserias de la vida bajo regímenes teocráticos y autoritarios. Pero no todo ha salido bien y Occidente está en aprietos: como lo escribió una columnista de The Guardian este es un «épico tiro por la culata». Fue humillante, por ejemplo, que los capitanes de los equipos de Inglaterra, Países Bajos y Gales hayan cambiado, a última hora, su decisión de jugar con un brazalete con el arcoiris en apoyo al colectivo LGTBI porque la FIFA les amenazó con sancionarlos con una tarjeta amarilla. El relato que se está posicionando es que, finalmente, el dinero lo puede comprar todo; incluso los principios.
Que Catar haya sido nombrado anfitrión de la 22 Copa Mundial de la FIFA es el mayor absurdo de la historia del fútbol. En 2010, el organismo concedió el derecho a organizar el Mundial a una pequeña autocracia de Oriente Medio con una población de apenas 3 millones de habitantes, de los cuales apenas un 10% son nativos. Catar ni siquiera ha jugado un Mundial y mucho menos había sido sede de uno. Es tal el absurdo que se decidió que los partidos se jueguen en noviembre -las temperaturas son demasiado altas en verano cuando históricamente se ha jugado el mundial- lo que hizo que los jugadores llegaran apenas acabaron las ligas en los países donde juegan, sin haberse preparado lo suficiente y muchas veces lesionados.
Hablar de los derechos humanos en Catar hace ineludible, tarde o temprano, referirse a cómo la FIFA corrompió a las dirigencias del fútbol de Europa y América. Si entregar el torneo a Rusia en 2018 quedó mal en el índice de democracia y derechos humanos, al menos era un gran país con una orgullosa historia futbolera. ¿Pero Catar? El hecho de que esa minúscula autocracia haya sido capaz de vencer a las candidaturas de Estados Unidos, Australia, Japón y Corea del Sur es tan indefendible y ridículo, que es imposible no concluir que todo el sistema está podrido.
El Mundial expone lo que ocurre en los países donde no se respetan los derechos humanos. Además, posiciona la idea de que esto es lo que sucede cuando una organización internacional corrupta, con enorme poder y poca responsabilidad, se pone a cargo de las cosas que importan. Y cuando las democracias están dispuestas a venderse a sí mismas, a sus instituciones e incluso su cultura al mejor postor. Como hace pocos días describió el escritor Tom McTague, en The Atlantic, Catar es como un trago extra de vodka en este cóctel de la vergüenza; una destilación de todo lo que está mal, que suele enmascararse con otros ingredientes.
¿Cómo criticar al sistema político de Catar si su dinero lo consigue todo? Los tres futbolistas mejor pagados del mundo -Lionel Messi, Cristiano Ronaldo y Neymar- ganan cada uno más de 100 millones de dólares al año y es muy probable que Kylian Mbappé se una a este grupo cuando Forbes publique la lista del año que viene. De estas cuatro superestrellas, tres juegan en un solo club, el París Saint-Germain, que es propiedad de Catar. El París Saint-Germain no es el único que depende de la riqueza del Golfo. El Manchester City es propiedad de un inversionista de otro estado teocrático y misógino: Abu Dhabi, que también es dueño en la franquicia de la Major League Soccer estadounidense New York City F.C.. El Newcastle, fue comprado el año pasado por un consorcio que incluye el fondo soberano de Arabia Saudí. Con presupuestos aparentemente sin fondo, que les permiten comprar a los mejores talentos. Ocurre lo mismo con el Arsenal, equipo considerado la quintaesencia de los valores británicos.
Los compromisos de Occidente con Catar y el mundo árabe no solo están en el fútbol: ese país y sus vecinos están armados hasta los dientes por Francia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos y mantiene monumentales y lucrativas inversiones financieras e inmobiliarias en suelo europeo: Catar es el décimo mayor propietario de tierras en Inglaterra.
Este derroche de gasto y de inversión de estos países en el fútbol -algo sagrado para europeos y americanos – no es únicamente por diversión: existe un plan político de largo plazo. Catar y los demás países del Golfo quieren diversificar sus economías para sobrevivir el día en que se agote su riqueza en petróleo y gas. Y quieren hacerlo protegiendo sus regímenes autocráticos y teocráticos. Según McTague, para esto invierten en deporte, entretenimiento, turismo y transporte, con la esperanza de convertirse en centros soleados y de baja carga fiscal de una futura economía global, donde los ricos vayan a vivir, trabajar, comprar y relajarse lejos de las engorrosas cargas de la democracia, atendidos por un ejército de trabajadores inmigrantes pobres: «En Occidente no sólo aceptamos su dinero para nuestros equipos, sino que compramos sus combustibles fósiles y a cambio les vendemos armas. Y sellamos el trato colocando nuestras manos sobre extraños orbes brillantes en el desierto para profesar nuestra amistad. Esperar que los deportes actúen como una honrosa excepción mientras el resto de la sociedad trata de ganar el máximo dinero posible -sin tener en cuenta la moralidad o la seguridad a largo plazo de sus países- es ridículo».
Catar es, en definitiva, la sede del más atractivo espectáculo deportivo del mundo. No solo eso: es también y, sobre todo, una inmensa derrota moral.
Foto: Wikimedia Commons
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